A la luz de lo expuesto, es fácil deducir, como indica E. S. Reinert (2007), que la liberalización comercial no elimina ni la pobreza ni el hambre en los países dependientes y empobrecidos. La legión de miserables, desnutridos y hambrientos no deja de aumentar pese al crecimiento de los intercambios agroalimentarios en el mundo durante las últimas décadas.

Aunque haya fracasado la Ronda Doha (o Ronda del Desarrollo) de la Organización Mundial del Comercio (OMC) e Ignacio Ramonet (2006) afirme que la mundialización se acerca al final de un ciclo y que no cabe descartar de antemano una vuelta al proteccionismo debido a la creciente competencia de las empresas chinas, coreanas, taiwanesas o indias, la globalización de los mercados y la liberalización e intensificación del comercio internacional continuarán empobreciendo a la agricultura campesina y relegando a los países subdesarrollados al solo papel de abastecedores de materias primas baratas, básicas e indiferenciadas con el fin de satisfacer el aumento de la demanda mundial y las exigencias de las corporaciones transnacionales de la distribución, cuyo único objetivo, como ya se ha mencionado arriba con otras palabras, es comprar barato a los agricultores y vender caro a los consumidores.
En el caso de que la Unión Europea , aunque sería mejor hablar de sus pujantes empresas transnacionales, consiguiera su propósito y pudiera, por lo tanto, acceder sin problemas a los mercados de distribución agroalimentaria de los países subdesarrollados, los efectos sobre la agricultura campesina serían catastróficos y representarían el golpe de gracia para un modelo agrario que ya se encuentra moribundo y que no tiene cabida en las estrategias de la gran distribución. El desarraigo campesino, la pobreza rural, el menoscabo de la soberanía alimentaría, la miseria y el hambre aumentarían de manera exponencial.